Estamos terminando el mes de Agosto, seguro que muchos de los que compartimos estos ciberespacios hemos tenido la oportunidad de viajar, de conocer nuevos puntos de vista, nuevas formas de entender el arte, la vida.
El viaje, realizado de una forma determinada, orientado al disfrute y al encuentro, nos invita a abrir nuestros ojos, nos ayuda a sorprendernos ante la belleza de lo nuevo. Cuando apostamos por ser viajeros profundos, que busquen algo más que "consumir" una nueva ciudad o una nueva experiencia, nuestros horizontes se amplían, nuestro existencia gana en profundidad porque de alguna forma traemos con nosotros, a nuestros lugares de origen, los matices descubiertos, esas ilusiones que en nosotros han despertado.
El viaje que María y yo hemos realizado este verano ha sido a París; me llama la atención como un país tan cercano al nuestro puede ser tan diferente.
Me sorprende el urbanismo parisino, sus grandes avenidas, con el objeto de hacer visibles sus magníficos monumentos, se trata de una ciudad pensada para el futuro.
Me apasiona su historia y su respeto al pasado, su gusto por cuidar la herencia recibida, desde las capillas reales, hasta el mausoleo de Napoleón o su Panteón de personas ilustres. Me gusta ese cuidado de los orígenes, entendido como un deseo profundo de mantener en su memoria lo que ha sido su pueblo, aceptando las limitaciones y los errores; y también como no, los aciertos.
Me encanta poder pisar y contemplar la Sorbona, el Collêge Sainte Barbe donde estudió S. Ignacio de Loyola y S. Francisco Javier, las Iglesia de S. Pedro donde comenzó su aventura y realizó junto al resto de los compañeros sus primeros votos, apasiona la visita la Catedral de Notre Dame, la Saint Chapelle. El viaje ayuda a volver a otras época, a rememorar esos momentos y a pensar que de alguna forma u otra, nosotros hoy también hacemos Historia.
Me llama la atención la separación entre la Iglesia y el Estado, fruto de la Revolución; y me fascina aun más que la Iglesia, y de forma particular las comunidades que visitamos se muestren vivas, abiertas al que llega y es forastero, se trasluce un cierto testimonio de comunidad, algo que no siempre podemos decir de nuestros templos y comunidades parroquiales, que en ocasiones se presentan como inhóspitos e impersonales.
En estos momentos en los que hablamos de la Nueva Evangelización, quizás debiéramos tomar conciencia de nuestra situación real y caminar en esta dirección, la de construir comunidades cristianas, realmente centradas en las personas, y en el seguimiento de Jesús de Nazaret, que cuiden los espacios en la medida que estos serán lugares de celebración y del encuentro, que apuesten por el arte y la belleza, como lugares de recreación del misterio. Sólo desde este camino, de búsqueda de Dios y de autenticidad podremos ser signos creíbles de nuestro tiempo.